El otoño invita a viajar sin prisa. No hace falta una agenda milimétrica ni un mapa lleno de puntitos; basta con elegir un lugar, seguir el rastro de su producto y dejar que el territorio cuente la historia.
En estos años, cada vez más gente organiza su escapada alrededor de lo que come y bebe: mercados que huelen a temporada, cocinas que trabajan con mimo, bodegas que abren sus puertas para explicar, copa en mano, por qué un vino sabe a lo que sabe. No es una moda pasajera: es la forma más sencilla de entender un destino con todos los sentidos, sin complicarse la vida.
Donostia – Getaria – Astigarraga
Piensa, por ejemplo, en Donostia cuando el viento empieza a enfriar las tardes. El casco antiguo se anima antes de que anochezca y las barras de pintxos se convierten en un mapa en miniatura de la cocina vasca: bocados pequeños, ideas enormes.
No hace falta correr ni probarlo todo; lo bonito es conversar con el camarero, pedir una recomendación, repetir aquello que te sorprenda y caminar sin rumbo fijo, dejando que la ciudad te lleve.
Al día siguiente, la visita a un mercado como La Bretxa te recuerda que detrás de cada pintxo hay un producto que llega cada mañana. Si te apetece alargar la experiencia, Getaria está a un paso: el humo de las parrillas, el pescado recién hecho, una copa de txakoli en la mano y el mar a pocos metros.
Y si el cuerpo pide tradición, las sidrerías de Astigarraga son una liturgia alegre: mesa larga, charla fácil, ritual de escanciar y la sensación de que, en realidad, el viaje era esto.
Ribera del Duero – Aranda – Peñafiel
Más al interior, el otoño tiene color granate. En la Ribera del Duero, el viñedo descansa pero la bodega vive. Hay bodegas subterráneas donde la piedra guarda el fresco y la madera aporta ese aroma que uno reconoce antes de verlo. La visita no es solo técnica; es un hilo conductor entre suelo, clima y persona. Se entiende el vino escuchando a quien lo hace, comparando barrica y depósito, probando cosechas con historias distintas.
Después, la mesa pide horno y paciencia: un lechazo bien hecho, unas verduras de temporada o un guiso que entra solo cuando cae la tarde.
Y mientras el castillo de Peñafiel vigila el horizonte, uno comprende por qué esta parte de la meseta se recorre mejor sin prisas, encadenando conversación, paisaje y copa.
Si conduces, pide opciones sin alcohol o guarda la cata más larga para cuando no haga falta moverse; la experiencia no se mide en copas, sino en lo que recuerdas de ellas.

Rías Baixas – Cambados – O Grove – Combarro
En la costa atlántica el otoño huele a sal y marisco. En las Rías Baixas, los mercados lucen mar, y una bodega de albariño con viñedo abierto al aire húmedo es casi una clase de geografía.
No hace falta planearlo todo: basta con llegar pronto al mercado de Cambados, ver lo que ha entrado esa mañana, preguntar por la pieza de temporada y sentarte sin miedo a los tiempos lentos.
Si coincide una salida a bateas o una experiencia de marisqueo, mejor todavía: entender de primera mano cómo llega ese producto al plato cambia la forma de comerlo después.
Y, de vuelta a tierra, pasear por Combarro con sus hórreos mirando a la ría es una buena manera de terminar el día con calma, como si el paisaje hubiera cocinado también su propio menú.
Organizar este tipo de escapadas es más sencillo de lo que parece porque el guion lo pone la temporada. Las setas, las castañas, los cítricos tempranos, los guisos que vuelven, los mariscos que se afinan… cada lugar tiene su calendario natural y lo más inteligente es escucharlo.
Conviene reservar aquello que tenga aforo limitado —una cata, una mesa muy deseada, una sidrería de cupo pequeño— y dejar el resto del tiempo libre para lo inesperado.
Los mercados agradecen las primeras horas; las bodegas, que llegues a la hora; las cocinas, que no tengas prisa. Y el viaje, en general, se disfruta más cuando hay pocas paradas y mucha profundidad: mejor dos experiencias que recordar que cinco fotos que olvidar.
También ayuda pensar el transporte con cabeza. Siempre que se pueda, el tren reduce tiempos muertos y aparcamientos imposibles; y si vas en coche, compártelo y acorta distancias entre paradas para que la carretera no sea la protagonista.
Avisar de alergias o preferencias con antelación evita sorpresas y abre puertas a menús igual de sabrosos. Y, si te gusta llevarte un pedacito del lugar, piensa en formatos pequeños: conservas, quesos bien envasados, botellas que puedas proteger. Al final, el mejor souvenir es aquello que, semanas después, te devuelve el sabor del viaje.
Viajar con sabor no es “hacer gastronomía”: es vivir el destino de una forma natural, donde la mesa no es una meta sino un punto de encuentro. En Donostia uno entiende la delicadeza; en Ribera, la paciencia; en Rías Baixas, la frescura. Podría ocurrir lo mismo en una huerta de interior, en una quesería de sierra o en un bar sin rótulo donde los guisos se aprenden por transmisión familiar.
La clave está en dejar espacio para hablar con quien está al otro lado del mostrador o de la barra. Son esas conversaciones —no el itinerario perfecto— las que acaban marcando el viaje.
Si te apetece hacerlo por tu cuenta, tienes material de sobra con estas ideas: mercados por la mañana, una bodega o una quesería al mediodía, una mesa sin prisa y un paseo final para darle aire a todo lo vivido.
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